Susana Harp y su enorme necesidad de cantar / Elena Poniatowska

La extraordinaria cantante Susana Harp se da a querer porque no se cree nada, su figura delgada no pesa, su voz tersa y amable llega al corazón. La oí de lejos varias veces, pero la vi por primera vez en el aeropuerto de Oaxaca acompañada por sus músicos. No quería hacerse notar, pero todos deseábamos abordarla. Saludarla anticipaba la subida al cielo. Nunca la vi rechazar a nadie ni pedir que la aislaran en una sala VIP. Sonreía y abrazaba de a de veras. Todos queríamos decirle cuánto la queríamos. Muy, muy delgada, su pelo negro sobre sus hombros. «¡Qué bonita su sonrisa!», comentaron algunos viajeros. Volar con ella a la Ciudad de México me permitió asistir a su espectáculo y platicar con ella.

–Susana, ¿cuándo supiste que querías cantar y subir a un escenario?

–Me gustaba mucho sentir cómo resonaba mi voz dentro de la caja torácica, dentro de mi cabeza. Era algo muy bonito escucharme adentro y afuera al mismo tiempo; una sensación muy linda, de un contacto muy profundo con los demás, algo muy gozoso. Yo iba a una escuela de monjas y cantaba en misa.

–¿En latín?

–No, ya no me tocó el latín. Era una sensación de agrado muy profunda, un placer interior. Después entendí que lo que me hacía feliz era este contacto conmigo misma. El canto te permite difundir ideas, exponer tu pasión o tu indignación. Cantar es una gran manera de comunicar.

–¿Eso lo descubriste en la Ciudad de México?

–No, yo soy de Oaxaca y lo descubrí ahí desde muy niña, porque cantábamos en la iglesia y también en mi casa porque mi madre es pianista, aunque no ejerció de manera profesional porque se casó inmediatamente y tuvo el primero, el segundo, la tercera, la cuarta y pues ya. Somos seis, tengo cinco hermanos, dos hombres y cuatro mujeres. Eran otras formas, las casas eran grandes, siempre había ayuda, mi abuela estaba a dos cuadras, mi tía a otras dos; siempre había un sustento diferente. De mis hermanos, Antonio y Luis Alberto son los mayores; luego, siguen Lila, Flor, Lorena y yo, Susana.

–¿Te sentiste protegida por tus hermanos?

–En un inicio fui la gran consentida, porque no les quedó de otra, soy un santanazo, Elenita, ya tenía hermanos hombres, mujeres chinas, lacias, blancas, morenas; soy terca desde antes de nacer, nací por terquedad. Soy la más chica, por supuesto que mis hermanos me arropaban; de grandecita sí les caía un poco gorda cuando trataba de meterme entre sus novios, pero después fui cumpliendo 18, 19, 20 años, y me volví a encontrar, ya no importa si uno tiene 30 y tú 20, las cosas se igualan.

–¿Los Harp Helú eran muy importantes, una familia poderosa?

–Mis abuelos, que son los Harp, llegaron de Líbano, entraron por Tampico. Mi abuelo llegó con su hijo más grande: Alfredo Harp Abub, con un sobrino que se llamaba Tufic Harp. Mi abuelo dejó aquí en México a su hijo mayor y a su sobrino porque, en teoría, se iban a ir a Estados Unidos, pero a mi abuelo le gustó México y decidieron quedarse. Dejó al hijo mayor y al sobrino que lo acompañaban haciendo algún tipo de trabajo; se regresó a Líbano, todavía tenía otro par de hijos allá, y ya se vino con toda la pipiolera, como decimos acá. Mi papá, todos mis tíos, son libaneses en México, somos primera generación. Mi abuelo y mi abuela decidieron establecerse en Oaxaca. La parte de los Helú no me la sé bien, porque es la familia materna, la de mi primo Alfredo, a quien todo mundo conoce. Es mi primo hermano, hijo del tío Alfredo, que fue el mayor, y él sí tiene tanto la parte libanesa materna como paterna. Para mi papá fue muy fácil convertir su nombre Antoine en Antonio y llegar a México a los siete años y mimetizarse.

–La comida libanesa es una maravilla.

–Los libaneses comen lo mismo, van a la misma iglesia, porque son católicos maronitas; entonces, es mucho más sencilla la manera en la que se integraron en la sociedad mexicana.

–¿Hablaban francés?

–Sí, en Líbano los dos idiomas son árabe y francés. En la casa de mi abuela hablaban en árabe; mi abuelo prometió a mi abuela regresar a Líbano y no se lo cumplió; entonces, creo que por un acto de rebeldía, mi abuela no aprendió nada de español. Nos hablaba en árabe y nosotros no entendíamos casi nada y, finalmente, mi papá, quien sí sabía árabe no nos lo enseñó.

–¿O sea que no sabes árabe?

–Pues sé lo que sabe todo mundo de una lengua lejana: groserías y frases muy lindas y ya; firmo en árabe. Hablo poco, no hablo bien francés, pero lo entiendo. Mi hijo fue al Liceo Franco-mexicano y tuve que parar bien el oído.

–La educación del Liceo es severa e inteligente.

–Es genial. Me encantó que me hijo estuviera ahí; convivió con niños y niñas de montón de países. Ya había terminado la licenciatura de sicología en Oaxaca. Yo fui muy aburrida, muy bien portada, aunque mi mamá dirá otra cosa, siempre saqué 10, 11 y 12. La escuela era la mejor de Oaxaca y después de la licenciatura me vine a la ciudad a estudiar música y canto, y una especialidad en terapia Gestalt. Luego me eché cinco años de una cosa que se llama programación neurolingüística.

–¿Por qué?

–Porque la parte del desarrollo humano es algo que me apasiona, lo ejercí como terapeuta un par de años aquí; me encontré con personas en un consultorio de terapia. Me fui por el lado humanista, gestaltista, no fue sicoanálisis; en sicología hay muchas corrientes disímbolas. Si eres gestaltista eres una cosa distinta a los conductistas, tienen enfoques diferentes, que si eres sicoanalista, que si eres humanista, parecen cosas muy diferentes para un terapeuta…

–Eso me suena muy abstracto, fui a una terapia de grupo con la escritora María Luisa Mendoza, y me corrieron.

–Yo estuve poco tiempo dando terapia porque hubo la oportunidad de grabar el primer disco. A eso me había venido yo a México, a estudiar música. Era mi necesidad, tenía una enorme necesidad de cantar y quería hacerlo a diestra y siniestra, pagaran o no; era una necesidad. Cantar parte de un lugar muy diferente a tener un proyecto de vida. Lo mío no fue un gusanito, sino una boa constrictor que me ahogaba… Canto desde que tengo uso de razón, pero la primera vez que me pagaron fue en la carrera de sicología en Oaxaca. Empecé a ir a la Casa de Cultura de Oaxaca a aprender a tocar la guitarra en la mañana y como era un horario tempranero acabé siendo la única alumna. Mi maestro, Marcelo, que toca extraordinariamente bien, me invitó a cantar trova cubana, cantautores mexicanos de los años 70, 80… David Haro, Pepe Lorza, Marcial Alejandro y Mercedes Sosa. Yo iba durante mucho tiempo a las comunidades en la sierra de Oaxaca a hacer trabajo comunitario (vacunas, alimentación con más proteína), cosa que me gustaba mucho. Llevábamos frijol y soya, que aún no estaba de moda, para que ellos sembraran y no dependieran sólo del frijol. La soya se siembra igualito que el frijol negro en la milpa, crece igual, y la verdad es que guisada queda muy rica. Además de la soya, resonaban en mi cabeza Mercedes Sosa, Silvio, Pablo…

“Vine a la Ciudad de México a los 22 años por mis pistolas, cuando terminé la carrera. Trabajar para pagar una renta y pagar lo que hay que pagar y al mismo tiempo estudiar. No fue fácil, pero lo fui logrando. Iba a clases de canto con maestros particulares con tal de lograr un currículum.

–¿Cómo tenías que trabajar si te llamas Harp Helú?

–(Ríe) No, yo me llamo Susan Harp Iturribarría. Mi madre es oaxaqueña de ascendencia vasca, pero su familia tiene más de 200 años en Oaxaca, son oaxaqueñísimos. Alfredo Harp Helú es mi primo hermano, pero él tiene su familia, sus negocios; es un hombre maravilloso, es un tipazo, y parte de esta buena relación es porque nunca recurrí a él. Uno tiene dignidad, dos manos y trabaja, no tenemos que depender de nadie. Él no vivió en Oaxaca, ahora sí. Su papá murió cuando él tenía como dos o tres años y su mamá, Suahd Helú, ya viuda, vino a México, porque aquí estaba su familia. Alfredo, mi primo, vive en Oaxaca desde hace 25 o 30 años.

«Grabé mi primer disco a los 29 años, llegué tarde, pero llegué. Toda la vida he trabajado con comunidades indígenas por decisión propia. A los 16 años fui a las comunidades de la Sierra Juárez, en Oaxaca, y eso me abrió los ojos para entender dónde había yo nacido. Entendí realmente lo que era Oaxaca cuando fui a meterme a esas comunidades que hablan en zapoteco. Canto en siete lenguas mexicanas, pero no las hablo, las puedo leer, sé cada palabra que estoy cantando, sé lo que significa, pero no puedo entablar un diálogo fluido aunque entiendo a poetas que tienen como lengua materna el zapoteco, el mazateco o el náhuatl, que me enseñan a manejar perfecto el idioma y me corrigen para pronunciarlo lo mejor posible y que se entienda. Sé abordar la lengua de la manera más respetuosa. El zapoteco, Elenita, especialmente el del Istmo, es la lengua más dulce que he escuchado, canta sola, es maravillosa.»

 

Con información de LA JORNADA

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